¿Qué tendrán los malos que nos gusta mirarlos? ¿Qué morbo se desata en nosotros como espectadores del mal? ¿Qué es lo que hace que generación tras generación Ricardo III sea una presencia permanente sobre nuestros escenarios? Nos produce hilaridad, espanto, pero nadie se lo quiere perder. Nos divierte con su ironía. Él mismo se admira de lo que ha sido capaz. Y con la misma energía inagotable nos promete que seguirá y seguirá. Lo quiere todo. Quiere el poder. Le entretiene conseguirlo a despecho de todo, maquinar cómo acceder a lo que todavía no es suyo. Luego en realidad no sabe qué hacer con el poder, le aburre ejercerlo. Lo que disfruta es del vértigo de la caza. Tiene hambre de matar, no mata por hambre.
Cada época encuentra en Shakespeare lo que busca y lo que quiere ver. Dice Peter Brook que la obra debe traerse de nuevo a la vida con los ojos de hoy. Con el sentido de la realidad del presente, las obras nos muestran nuevas formas, nuevas montañas y simas, nuevas luces y nuevas sombras.
Ricardo III es una función plagada de envidias, corrupción de uno y otro color, luchas de poder, codicia, injusticia, fake news, engaños políticos, intereses partidistas… Bueno, lo que viene siendo un día normal en la vida pública española del siglo XXI. Miguel del Arco y Antonio Rojano adaptan libremente a nuestro tiempo este clásico de Shakespeare en una versión libre –¿o sería más exacto llamarlo reescritura?– dirigida por Del Arco que confiere más entidad a los personajes que rodean a Ricardo y potencia algo muy presente en el original: la comedia.
Ricardo arranca carcajadas, pero la risa tiene un regusto helado porque su humor es el mismo que el de esa clase dirigente que mira sin empatía ninguna el mundo que pretende gobernar. El humor sobre el que se construye un mundo sin atisbo de bondad.